domingo, 9 de septiembre de 2007

Acordes de Piano

Cuando tenía tiernos 11 años, se me ocurrió que quería aprender a tocar piano, y mis padres, que tienen como tradición no echar abajo los sueños de sus hijos, me matricularon en el Liceo Experimental Artístico, liceo que además de las clases normales, durante las tardes desarrollaba los talentos de sus alumnos en diversas disciplinas.
Fue así como comencé una hermosa relación con ese gran instrumento negro con pedales y teclas blancas y negras.
No voy a entrar en detalles acerca de las clases, porque contarles tres años de mi vida en este espacio sería pedir demasiado. Pero no puedo dejar de contar lo que fue nuestra primera presentación en público con mi amigo Piano.
A finales de cada año, el Liceo era conocido por la organización de conciertos en el Teatro Municipal de Antofagasta, en los que sus talentosos alumnos demostraban lo aprendido durante las clases.
La preparación para tan magno evento era tomada muy en serio por los profesores. Por mi parte, recuerdo que durante los días previos al concierto, no sentí nada de nerviosismo, es más, puedo asegurar que si no hubiese sido por el empeño que el profesor ponía en que tocara una y otra vez la misma canción, yo habría seguido disfrutando de la tranquilidad que me daba tocar piano sin mayores contratiempos.
Sin embargo, todo cambió cuando llegó el día D. Ver el nerviosismo de todos los que estaba alrededor mío (especialmente de mis padres), entrar al teatro por primera vez y estar sobre ese tremendo escenario, son cosas que jamás olvidaré.
Una vez tras bambalinas, todos comentábamos lo emocionante que era ser los protagonistas de la noche. Una vez sobre el escenario nos hicieron sentarnos a todos ordenadamente. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando abrieron las cortinas y pude ver la cantidad de público presente, casi me hice pipi.
Mientras uno a uno iban pasando mis compañeritos e interpretaban impecablemente sus temas, peor me ponía yo. Me sudaban las manos, no hallaba como sentarme, no sabía a donde mirar y trataba de recordar la posición que mis dedos tenían que tener sobre las teclas ¡¡¡Y NO PODÍA!!!
De pronto, la locutora dice “A continuación interpretará para nosotros Sonatina de (no recuerdo el autor), la alumna de Primer Año Isabel Quinzio”.
Lo que pasó después fue total y absolutamente automático. Me puse de pié, me acerqué al piano de cola que estaba la centro del escenario, puse mi mano a un costado y salude al público. Me senté como dama, acerqué el banquillo, ubiqué autómatamente mis manos sobre el teclado, tome aire y comencé a interpretar una de las pocas canciones que hasta el día de hoy me sé de memoria.
Mis manos sudaban y tiritaban, sin embargo, no me equivoqué. Cuando terminé, me puse de pié y, sin mirar a nadie, hice una reverencia a todas esas personas anónimas que me aplaudían, y me fui a sentar…
Después de eso, estuve durante todo el concierto intentando regular mi respiración, mi pulso y el sudor de las manos. Cuando todo terminó, nos pusimos todos de pié e hicimos una última reverencia.
En ningún momento pude mirar al público, algo que durante muchos meses mi familia me recordó, porque ellos, orgullosos como estaba de la artista de la familia, querían sonreírme y darme fuerzas, sin embargo, todo el relajo de la semana, en un par de segundos se había ido a buena parte.
Cuando nos vinimos a Concepción el año 94 traté de mantener mi amistad con uno de los instrumentos musicales más antiguos, sin embargo la poca comprensión del sistema de enseñanza antofagastino que demostraron los profesores de esta zona, echó abajo toda esperanza de convertirme en la futura Roberta Bravo de Chile.
Hoy, mi querido piano, que se vino conmigo desde el norte, está abandonado en la casa que el banco malévolamente remató, por lo que no hemos podido volver a tener esos momentos de soledad y tranquilidad que tan bien me hacían, sin embargo, el amor que siento por esas teclas blancas y negras con las que tan bien me entendía, se mantiene invariable hasta el día de hoy…

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