domingo, 25 de noviembre de 2007

Confesiones de una hija

Durante un viaje flash a Santiago que hice esta semana, hubo una frase que escuche varias veces: “Madre e hija juntas, son cosa seria”. La frase iba referida a dos mujeres que, sentadas en la parte de atrás del bus, se reían y hacían reír a los demás pasajeros con sus comentarios y tallas.

Durante el viaje pude ver como se preocupaban la una por la otra. La hija se preocupaba de que su madre no estuviera de pié al sol, que no pasara hambre, que no tuviera sed y que no se cansara demasiado. La madre, hacía lo mismo por la hija (y por el bebé que ella está esperando).

Verlas, comunicándose y preocupándose de esa manera, me hizo pensar en la suerte que tenemos algunas mujeres, de contar con el apoyo de nuestras madres a toda costa.

La relación que tengo con mi madre ha pasado por altos y bajos.

Durante mi adolescencia tuvimos muchísimas discusiones fuertes. Yo no quería que me controlaran y ella no quería perder el control. Una pésima combinación, más cuando se da en dos personas de carácter fuerte como nosotras.

Cuando entré a la U, abrí las alas y empecé a volar solita. Ya era mayor de edad, así que todo lo que hiciera sería mi responsabilidad, y así me lo hicieron saber desde el primer momento mis padres. Eso liberó tensiones y ayudó a que poco a poco limáramos asperezas.

Sin embargo, lejos lo que más nos ayudó, fue cuando me fui a hacer la práctica a Santiago. Poco tiempo antes de eso, se nos hizo costumbre conversar todas las noches en mi pieza, yo me acostaba y al rato llegaba mi madre, se sentaba a los pies de la cama y conversábamos sobre lo que nos había pasado durante el día.

Cuando me fui a Santiago, me llamaba todos los días en la noche para conversar. Ahí yo le contaba desde qué famoso había conocido o qué nota había cubierto, hasta qué había almorzado ese día. Ella, orgullosa, le contaba al resto de la familia y a sus colegas de mis hazañas.

Cuando volví, después de tres meses, nos dimos un abrazo eterno (a pesar de que yo viajaba todos los meses un fin de semana para verlos) y esa noche, tuvimos la conversación más larga de nuestras vidas.

Hasta el día de hoy, he sentido el mismo cariño y apoyo que sentí en ese abrazo, en cada paso que doy en mi vida. Cuando he estado triste, enojada, aproblemada, melancólica, insegura, feliz, satisfecha, o sea cual sea mi estado anímico. Mi madre, (junto a mi padre, quién también merece su propia columna), siempre ha estado ahí para apoyarme y hacerme sentir que no importa qué decisión tome en mi vida, ella siempre me apoyar y prestar el hombro cuando sea necesario. Eso es lo que se llama amor incondicional.

1 comentario:

Unknown dijo...

Ya decía yo, más que una columna como tantas otras era casi un homenaje para tu Madre, mínimo después de tenerte tanta (pero tanta) paciencia todos los años que te ha visto crecer, jajajajaja!!!

No vaya a ser cosa que te deje encerrada ahora no más que ya aprendiste a volar (otra manera tuya de sacar la vuelta y ser vaga, jijijiji).

Ya, ando rayando la papa a esta hora nada más, saludos.