Generalmente creemos que quedar sin pega es lo peor que nos podría pasar. Pero cuando volvemos a trabajar, lo único que añoramos es recuperar el tiempo libre que teníamos antes y que nos permitía compartir con amigos y familiares.
Cuando renuncié al cargo de productora periodística del TVU, lloré a mares, y sentía ese temor incontrolable a no volver a poder ejercer nunca como periodista… Pero inmediatamente empecé a planear lo que serían las vacaciones de verano. Viajar, visitar viejos amigos, ir a matrimonios, dormir hasta tarde y conocer lugares maravillosos fueron algunos de los panoramas que aparecieron. Incluso, cuando apareció ese tan esperado anuncio en el diario de que en Santa Juana necesitaban periodista, esperé hasta último momento para mandar el currículum, recorté una foto y la convertí en mi imagen de presentación y, para colmo, lo envié por mail en lugar de asegurarme con una carta certificada.
No me mal interpreten, quería encontrar pega, pero sabía que si me salía algo en octubre, me quedaría sin mis soñadas vacaciones de verano. Y bueno, como las cosas llegan cuando menos las esperamos, recibí una llamada del mismísimo Alcalde casi un mes después de haber mandado todos los papeles.
El día de la entrevista, me arreglé para conquistar el mundo, y, junto a mi hermanito, partimos a Santa Juana. El viaje se hizo eterno, y a medida que nos acercábamos, los nervios y la emoción aumentaron. Entrando al municipio, me presenté con la secretaria, tomé asiento y esperé. A mi lado, dos varones vestidos de terno, tanto o más nerviosos que yo, eran mi competencia…
Llamaron a uno de ellos. Al principio, nada. Pero a los 5 minutos, escuché carcajadas en la oficina. ¡Maldición! Yo nunca iba a lograr que se rieran conmigo en una entrevista de trabajo. ¡Eso es algo serio! ¿Cómo hago reír a alguien si estoy vendiéndome profesionalmente? A los 10 minutos de haber entrado sale. Llaman al segundo. Pasan 5 minutos. No hay risas. A los 10 minutos el sonido fatal: carcajadas más fuertes que las anteriores. Inmediatamente me dije a mi misma “Perdiste. Tu nunca los vas a hacer reír de esa manera”. Tras 15 minutos de entrevista se retira. Escucho: “¿Isabel? Adelante por favor”.
Durante toda la entrevista, no les saqué ninguna carcajada. Conversamos, comentamos la actualidad y me preguntaron por las pegas que salían en mi currículum. Contesté a todo correctamente, como una profesional seria y trabajadora, siguiendo todas las recomendaciones que me habían dado mis amigos. Al salir, el Alcalde le consulta al Administrador Municipal si me quiere hacer alguna pregunta. Lo miro. Me sonríe y dice “¿Vas a preguntar cuando empiezas a trabajar?”. Mi sonrisa fue kilométrica y miré al Alcalde. “Si queda usted, la llamamos este mismo fin de semana para que comience el lunes. Esté atenta a su teléfono”. Les di las gracias y me fui. Al salir, miré mi reloj. Habían pasado 25 minutos desde que había entrado.
Todos quienes han pasado por esto estarán de acuerdo conmigo en que no hay nada más desesperante que estar a la espera de “la llamada millonaria”. Cada vez que suena el teléfono, el corazón comienza a latir más rápido y la esperanza renace. Y cada vez que escuchamos la voz de otra persona por el otro lado, la frustración y la pena reflotan.
Pasaron dos semanas sin tener noticias de Santa Juana. Mientras tanto, trataba de pensar en otra cosa enfocándome en mis clases, mi familia y mi pololo. Hasta que un día, mientras esperaba la hora de almuerzo para ir a juntarme con Christian, recibo una llamada. A esa altura, ya estaba segura de que habían llamado a alguien más. Probablemente al periodista que había logrado la carcajada más fuerte. Cuando escuché “Alo, Isabel. Habla Ángel Castro, Alcalde de Santa Juana” lo primero que pensé fue “Este es alguno de los chiquillos molestándome”. Nunca había contestado tan sarcásticamente el teléfono. Si no es por el “¿Puede venir esta tarde a trabajar?” - que es una de las pocas cosas que dijo y que recuerdo - no hubiese tomado en serio la llamada.
No miento si digo que salté de alegría durante unos minutos. Pero cuando asimilé que era diciembre y que no iba a tener vacaciones, me quedé quieta pensando en qué explicación le iba a dar a las personas que me esperaban en sus casas al mes siguiente.
A pesar de todo, partí feliz a mi almuerzo. Christian me vio, vio mi sonrisa y me dijo “Te llamaron”. “Sí”. El me abrazo, me felicitó y me dijo que estaba orgulloso. Mientras almorzábamos, conversamos de todos los planes que habíamos decidido postergar hasta que yo encontrara trabajo, y que ahora tomaban nuevas fuerzas. Hasta que, pensando en los proyectos que no realizaríamos, agregué “nos quedamos sin paseo estas vacaciones”. “No importa, las dejamos para más adelante”.
Llevó ocho meses trabajando y las vacaciones todavía se ven lejanas. No niego que lo he pasado bien en la pega. Hay un excelente ambiente laboral, tengo nuevos amigos, no hay tiempo para aburrirse y he podido desarrollarme en varios ámbitos. Pero a pesar de eso, no puedo evitar pensar en la cantidad de horas de descanso, kilómetros de viaje y tiempo con los amigos que perdí por llegar a tener el trabajo soñado.
Definitivamente, las personas nunca nos conformamos con lo que tenemos.
Cuando renuncié al cargo de productora periodística del TVU, lloré a mares, y sentía ese temor incontrolable a no volver a poder ejercer nunca como periodista… Pero inmediatamente empecé a planear lo que serían las vacaciones de verano. Viajar, visitar viejos amigos, ir a matrimonios, dormir hasta tarde y conocer lugares maravillosos fueron algunos de los panoramas que aparecieron. Incluso, cuando apareció ese tan esperado anuncio en el diario de que en Santa Juana necesitaban periodista, esperé hasta último momento para mandar el currículum, recorté una foto y la convertí en mi imagen de presentación y, para colmo, lo envié por mail en lugar de asegurarme con una carta certificada.
No me mal interpreten, quería encontrar pega, pero sabía que si me salía algo en octubre, me quedaría sin mis soñadas vacaciones de verano. Y bueno, como las cosas llegan cuando menos las esperamos, recibí una llamada del mismísimo Alcalde casi un mes después de haber mandado todos los papeles.
El día de la entrevista, me arreglé para conquistar el mundo, y, junto a mi hermanito, partimos a Santa Juana. El viaje se hizo eterno, y a medida que nos acercábamos, los nervios y la emoción aumentaron. Entrando al municipio, me presenté con la secretaria, tomé asiento y esperé. A mi lado, dos varones vestidos de terno, tanto o más nerviosos que yo, eran mi competencia…
Llamaron a uno de ellos. Al principio, nada. Pero a los 5 minutos, escuché carcajadas en la oficina. ¡Maldición! Yo nunca iba a lograr que se rieran conmigo en una entrevista de trabajo. ¡Eso es algo serio! ¿Cómo hago reír a alguien si estoy vendiéndome profesionalmente? A los 10 minutos de haber entrado sale. Llaman al segundo. Pasan 5 minutos. No hay risas. A los 10 minutos el sonido fatal: carcajadas más fuertes que las anteriores. Inmediatamente me dije a mi misma “Perdiste. Tu nunca los vas a hacer reír de esa manera”. Tras 15 minutos de entrevista se retira. Escucho: “¿Isabel? Adelante por favor”.
Durante toda la entrevista, no les saqué ninguna carcajada. Conversamos, comentamos la actualidad y me preguntaron por las pegas que salían en mi currículum. Contesté a todo correctamente, como una profesional seria y trabajadora, siguiendo todas las recomendaciones que me habían dado mis amigos. Al salir, el Alcalde le consulta al Administrador Municipal si me quiere hacer alguna pregunta. Lo miro. Me sonríe y dice “¿Vas a preguntar cuando empiezas a trabajar?”. Mi sonrisa fue kilométrica y miré al Alcalde. “Si queda usted, la llamamos este mismo fin de semana para que comience el lunes. Esté atenta a su teléfono”. Les di las gracias y me fui. Al salir, miré mi reloj. Habían pasado 25 minutos desde que había entrado.
Todos quienes han pasado por esto estarán de acuerdo conmigo en que no hay nada más desesperante que estar a la espera de “la llamada millonaria”. Cada vez que suena el teléfono, el corazón comienza a latir más rápido y la esperanza renace. Y cada vez que escuchamos la voz de otra persona por el otro lado, la frustración y la pena reflotan.
Pasaron dos semanas sin tener noticias de Santa Juana. Mientras tanto, trataba de pensar en otra cosa enfocándome en mis clases, mi familia y mi pololo. Hasta que un día, mientras esperaba la hora de almuerzo para ir a juntarme con Christian, recibo una llamada. A esa altura, ya estaba segura de que habían llamado a alguien más. Probablemente al periodista que había logrado la carcajada más fuerte. Cuando escuché “Alo, Isabel. Habla Ángel Castro, Alcalde de Santa Juana” lo primero que pensé fue “Este es alguno de los chiquillos molestándome”. Nunca había contestado tan sarcásticamente el teléfono. Si no es por el “¿Puede venir esta tarde a trabajar?” - que es una de las pocas cosas que dijo y que recuerdo - no hubiese tomado en serio la llamada.
No miento si digo que salté de alegría durante unos minutos. Pero cuando asimilé que era diciembre y que no iba a tener vacaciones, me quedé quieta pensando en qué explicación le iba a dar a las personas que me esperaban en sus casas al mes siguiente.
A pesar de todo, partí feliz a mi almuerzo. Christian me vio, vio mi sonrisa y me dijo “Te llamaron”. “Sí”. El me abrazo, me felicitó y me dijo que estaba orgulloso. Mientras almorzábamos, conversamos de todos los planes que habíamos decidido postergar hasta que yo encontrara trabajo, y que ahora tomaban nuevas fuerzas. Hasta que, pensando en los proyectos que no realizaríamos, agregué “nos quedamos sin paseo estas vacaciones”. “No importa, las dejamos para más adelante”.
Llevó ocho meses trabajando y las vacaciones todavía se ven lejanas. No niego que lo he pasado bien en la pega. Hay un excelente ambiente laboral, tengo nuevos amigos, no hay tiempo para aburrirse y he podido desarrollarme en varios ámbitos. Pero a pesar de eso, no puedo evitar pensar en la cantidad de horas de descanso, kilómetros de viaje y tiempo con los amigos que perdí por llegar a tener el trabajo soñado.
Definitivamente, las personas nunca nos conformamos con lo que tenemos.
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